La relación entre un abuelo y un nieto es todavía un misterio que estoy comenzando a entender (aunque tengo 27 años de ser nieta, no es lo mismo ver el fenómeno como espectadora).
Cuando sus miradas se encuentran es como si se conocieran desde siempre, como si el mundo se detuviera en ese instante y las palabras sobraran. Ese momento romántico se vuelve perfecto cuando es interrumpido por una carcajada infantil, que ilumina el espacio.
Y es que esa complicidad espontánea que existe entre ambos no se enseña, solo se va perfeccionando con el tiempo.
Abuelo y nieto son como los extremos de una misma cuerda, los separa una brecha natural que dan los años, pero al encontrarse el uno con el otro se entrelazan de una manera perfecta, cerrando el círculo infinito de la vida.
Porque el abuelo ve reflejado a su hijo o hija en la mirada inocente del nieto, en un instante, pero ve la eternidad de lo que fue y de lo que nunca pudo ser.
Ese amor incondicional del padre se vuelve indescriptible cuando viene del abuelo, quien es padre al cuadrado. Ama el doble, abraza, besa y consiente el doble, sin responsabilidades ni compromisos, solo por el simple hecho de amar.
